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Antes de matricularme en la universidad, deseaba aventuras, quería conocer el mundo tranquilamente, subir a la torre Eiffel para saborear París; disfrutar de las Ramblas en Barcelona, y embriagarme al ver las obras de Gaudí; caminar por las históricas calles de Hamburgo, tomar té y sentir el viento acariciar mi cara entre muchas, muchas otras cosas en diferentes ciudades.

Tenía la mirada fija en Europa y estaba motivado, pero sin mucho dinero, así que trabajé durante el verano, monté una venta de garaje, dejé de salir, y organicé un crowdfunding. Fue difícil juntar el dinero. Conseguí un vuelo bueno, bonito y barato, el hospedaje sería en hostales, nada de AirBnBs, cero lujos.

Felizmente llegó el día que iniciaría mi viaje, un 14 de febrero. Regresaría para el 10 de mayo, ya saben por el día de las madres y porque solo es posible viajar a Europa como turista hasta 90 días. Nunca había viajado solo ni tampoco en avión.

¡Me sentía emocionadísimo! La sensación de que todo lo podía bañaba mi cuerpo desde la cabeza hasta los pies. Había una pareja de ancianos sentados en lugares que no les correspondían. Una mirada de desdén de parte de los demás pasajeros los apuñaló. Yo pacientemente y con este sentir de todo poderoso los acompañé a sus asientos como un experto.

Segundos después, al llegar a mi asiento había un hombre sentado. Me quedé perplejo. Era grande y musculoso, incluso malencarado. Charlaba prósperamente y dudé en interrumpirlo. La sensación de experto que experimenté minutos antes de pronto se difuminó y me sentí un impostor. Según yo, ese era mi asiento, pero él lo ocupaba.

De pronto, la mujer con la que charlaba me señaló y él volteó a verme. Como un rayo de sol que se asoma entre nubes grises, vi que esa mala cara partió una sonrisa. Con una mano tomó mi muñeca derecha y con la otra mano puso una tarjeta de embarque en mi mano. Pidió al sobrecargo me acompañara a mi asiento. Yo no entendía.

Resultó ser un ejecutivo chileno. La empresa para la que trabajaba sólo pagaba su boleto de primera clase, pero no el de su esposa. Él prefirió viajar las 10 horas a lado de su esposa que disfrutar de la primera clase. ¡Ese fue mi primer viaje en avión y día de San Valentín de Primera Clase!

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